martes, 18 de agosto de 2009

de vacaciones

La primera edición había salido hacía unos veinte años. La compramos con Juan en una librería en Claromecó, el segundo verano que alquilamos la casilla de la familia de Paulita. Estuve todas las vacaciones leyendo esos cuentos. A veces los leíamos juntos, pero yo nunca quedaba conforme, y volvía a leer cada cuento hasta cansarme. Juan siempre tenía calor y se iba al mar. La marea bajaba hasta que dejaba de formar parte de la costa, se transformaba en otro espacio, lejano. Y Juan se iba caminando despacito hasta ese otro mundo que era la orilla y yo aprovechaba y repasaba cada párrafo por separado, y después los trataba de unir consecutivamente, y si no me dejaba conforme, probaba de unirlos alternándolos: el primer párrafo seguido del tercero , después el segundo , después el cuarto, y así hasta la última palabra. Pero nunca los entendí. Todos los cuentos empezaban tan simples, que tenía la sensación de que antes de leerlos ya los había entendido, pero no. En todos había animales, lo cual en un principio me desconcentraba, me detenía en el modo en que el narrador describía los movimientos, la suavidad o el olor de cada bicho. Pero después pude superar la trampa y comencé a prestarle más atención al pelo del amigo del personaje principal, ahí estaba el conflicto. Pero igual nunca los entendí. A la noche, cuando nos acostábamos trataba de sacar el tema del pelo de Pablo, el amigo del personaje principal, pero Juan decía que Pablo era un boludo. Juan nunca entendió los cuentos. Pablo era la clave, cuando se peinaba, el mundo, era otro.
Las vacaciones ya se habían terminado y yo seguía intentando comprender ese libro que cada vez se me alejaba más. Cuando volvimos de Claromecó ya no buscaba alcanzar el sentido en los cuentos, sino que sentada en el patio, cerca de la puerta, mientras lo miraba a Juan en la huerta- otro mundo, otra orilla- pensaba en el por qué de esa falta de entendimiento. Mi primer y única teoría al respecto se basaba una vez más en el “desfasaje”, los cuentos existían en un tiempo y yo en otro.
En la verdulería, Ángel, el vecino, que notaba el poco entusiasmo con el que le relataba en veinte palabras a Martín las vacaciones y el estado de los morrones de Juan, se acercó y luego de preguntarme cuántos años tenía me dijo: “Cambiá la cara, que vos todavía no naciste”. Mi teoría se confirmaba.

(a propósito del bello escrito sobre el desfasaje del amigo Plomo negro)

4 comentarios:

Santiago Maisonnave dijo...

Buen texto, doña Pi. Me alegra este diálogo de desfasajes, no desfasado.
Un abrazo.

Caro dijo...

ahora sí soy una persona decente-después-de-la-siesta.
gustó gustó el texto. yo tendría que hablar de coincidencias más que de desfasajes ultimamente... no? je..
abrazos!

daniel cimadevilla dijo...

...impecable....

Anita Leporina dijo...

Hermoso, doña Pil